Relato de un vuelo en nube y una sencilla explicación de las técnicas que diferencian a este tipo de vuelos.
En los manuales o en las revistas de Vuelo sin Motor, esta clase de vuelos es olvidada o relegada, usualmente, a breves comentarios que casi no dan respuesta al sinfín de preguntas que los volovelistas con vocación nos hemos formulado muchas veces.
La razón se encuentra, probablemente, en que para volar en nube hay que disponer de un velero autorizado y de instrumentación adecuada, y, siendo caro, no suele estar a disposición de todos.
Si a ello añadimos el gran número de pilotos que no alcanza el total de horas necesarias para permitirle correr la aventura, tendremos una idea de porqué este tema es relegado a conversaciones entre profesores o volovelistas de concurso.
Así, pues, voy a relatar la experiencia (con el ánimo de que otros puedan aprovecharla), que he vivido hace unos días en nuestro terreno de Igualada, sin olvidar cuanto, hasta entonces, había ido recogiendo aquí y allá sobre dicha clase de vuelos.
Las versiones se podrían resumir en dos grupos: la «optimista» y la «realista».
La primera afirmaba más o menos que el vuelo en nubes requiere saber volar y disponer de los instrumentos corrientes, en especial de brújula, «bastón» y «bola», mientras que algunas versiones suprimían el indicador de viraje y otras añadían el «hilo de lana». El «hilo de lana» vendría a ser un auxiliar precioso, al seguir los filetes de aire en la parte delantera de la cabina nos indicaría lo necesario durante el vuelo.
La versión «realista» (o pesimista) pintaba las cosas de otro color, afirmando que el vuelo en nubes era algo difícil, que sin horizonte artificial, además de todos los instrumentos corrientes, no era ni posible, y que arriesgarse a entrar en ellas sin la debida preparación era exponerse a salir en vuelo invertido, o en cualquier posición anómala y que, en caso extremo, era incluso posible romper el avión después de perder totalmente su control.
El lector verá que me sumo sin ninguna clase de reservas a la segunda versión, sobre todo, después de varios intentos de meterme en nubes de tamaño inofensivo cuando volaba mi «Spatz» en el verano de 1968.
La primera vez no conseguí ni atravesarla en línea recta, y la segunda tuve que sacar los frenos y soltar los mandos antes de que el anemómetro marcara la velocidad máxima permitida.
Después de estas breves experiencias (y después de siete horas de vuelo sin visibilidad en «Cherokee») ya me sentí capaz de intentar el vuelo en nubes, así que solamente tenía que esperar el día y el momento adecuado.
El domingo 27 de julio, los cúmulos comenzaron a aparecer alrededor de las once de la mañana, en un cielo limpio, y tras el paso, la tarde anterior, de un frente frío que limpió totalmente la atmósfera.
A las 11,30 h de la mañana, los biplazas se sostenían ya a 1.000 m y las señales de inestabilidad se afirmaban, de manera que me preparé a salir en el «Phoebus», después de asegurarme que todos los instrumentos, así como la batería cadmio-níkel que los alimenta, estaban en perfectas condiciones.
La Piper de remolque me soltó a 500 m en una ascendencia que me llevó a 1000 m al sur del campo, sobre el río Noya. Eran las 12,15 h y los cúmulos que se desarrollaban por todas partes, de manera que estar en el aire no constituía problema, a condición, eso si, de no rebasar las bases de las nubes que se hallaban irregularmente dispuestas.
Alrededor de las 13,30 h vi hacía el Norte, a unos 30 km de distancia, un majestuoso cúmulo en formación y me dirigí hacia él a toda velocidad, alcanzando su base después de un rápido viraje. Al llegar a ella, el variómetro indicaba «0» y tuve que recorrerla toda para encontrar un 2 positivo. Algunos virajes amplios me permitieron ganar rápidamente la base de la nube y en seguida empecé a perder visibilidad, mientras me concentraba en la vigilancia de los instrumentos.
El que diga que en estos momentos no ha sentido ninguna inquietud, o ha repetido la experiencia cientos de veces, nos engaña.
La visibilidad, 50 m más arriba, es casi nula. Hay una luz difusa, sin sombras, que anula las sensaciones de «arriba» y «abajo», uno diría que no vuela sino que «está» en algo que se mueve. Ho hay sensación de traslado, y como he cerrado la ventilación y la ventanilla, el silencio es casi total, sólo roto por el zumbido de los giróscopos.
Atiendo únicamente a los instrumentos. Estoy a 1.800 m, subiendo entre +3 y +4 m/s; la bola centrada y el bastón indicando giro a la izquierda. El horizonte a 30 grados, la velocidad alrededor de 80 km/h, el altímetro ha alcanzado ya los 2000 m mientras el termómetro marca 4 grados. No tengo frío. En el interior de la cabina me encuentro alrededor de 20 grados. El voltímetro indica 12 voltios, no hay que preocuparse por la batería. La brújula gira regularmente. Cada vez que pasa ante la alidada el rumbo 180 grados trato de imaginar que allí está el campo, el hangar, los amigos, la civilización.
La visibilidad es nula; no alcanzo a ver ni los encastres de los planos. A 2.500 m observo gotas de agua en la trampilla de ventilación. Pero no, so son de agua: son de hielo…
La ascendencia se intensifica y se estrecha. Incluso cada vez más para centrar la térmica a ciegas, guiándome sólo con el horizonte artificial.
Vuelo como hipnotizado por los instrumentos. Si se me forma hielo en el «Pitot» será la única referencia para tener idea de la velocidad.
Cada vez oscurece más y la visibilidad disminuye, si ello es posible, mientras la ascendencia se va haciendo intensísima; +5, +6, +7 m/s. A duras penas mantengo el horizonte virando hasta 60 grados de inclinación. Echo con inquietud una mirada al termómetro exterior: 3 grados bajo cero.
He rebasado ya los 3.000 m y el variómetro pasa de +5 a ¡+10 m/s! Las agujas del altímetro giran como las manecillas de un reloj que se hubiera vuelto loco. A veces vuelo sin dominar la velocidad, pero sigo subiendo, con un ojo en el horizonte artificial y otro en el bastón y bola, he olvidado el exterior: ¡3.900 m! Nunca estuve tan alto. Ni se me ocurre pensar que si llevara barógrafo tenía el «C» de Oro completo. El variómetro sigue indicando una ascendencia increíble.
Miro otra vez el termómetro y leo 7 grados bajo cero; no se ven los planos, nada. Rebaso los 4.000 m y, de pronto, la nube aclara ligeramente y veo con alarma los bordes de ataque recubiertos de hielo. Esto colma mi medida y decido abandonar. Pongo rumbo 180 grados y a 200 km/h; pasa un tiempo -no sé cuánto- que me parece una eternidad. Sí, sin duda hacía el sur está despejado, pero ¿y si toras nubes se han formado mientras yo he estado encerrado en esta? Pienso rápidamente las soluciones alternativas: frenos fuera, paracaídas fuera, espiral en descendencia. Pero no es necesario; de repente, como quien abre el ventanal de un salón oscuro a un panorama luminoso, se extiende ante mí el cielo azul, al fondo del corredor formado por dos grandes cúmulos: densos, blanquísimos y muy cercanos.
Alegremente atravieso el regio camino mientras observo síntomas de deshielo en las alas. No sé dónde estoy, no reconozco el paisaje, hasta que por fin distingo un bosque y un repetidor de televisión. Allí, hacia allí está el campo. Reduzco la velocidad y voy perdiendo altura, diviso a los biplazas, al ala volante y al modesto «Baby» espiralando allá abajo. Me acerco a ellos y los saludo alabeando con la sensación de paz que da la vuelta al hogar.
Desaparece el hielo, saco frenos y paracaídas a 2.000 m, enfilo la pista y aterrizo. En el campo no hay nadie, casi todos se han ido a comer o están en el aire. Detengo el velero, salto al suelo, vienen los que aguardan su turno para salir y me dicen: «¿Por qué te has bajado? Hace un día fabuloso, hasta el «Baby» se sostiene hace por lo menos media hora que está en el aire…»
Quisiera explicarles la aventura, pero renuncio de momento; pienso que he rebasado la altura de «C» de Oro que necesito para completar la prueba, y he obtenido una ascendencia media de más de 5 m/s, que utilizada para velocidad en circuito triangular de 100 km/h más, siendo así que el «record» francés está en 97 km/h. Pienso que si no se me forma hielo hubiera alcanzado 4.500 o quizá 5.000 m. Pienso que… el vuelo a vela es el deporte rey. Como dice Carlos Ferreiro, «un deporte de arcángeles».
El resumen, pues, de las indicaciones a tener en cuenta para vuelos en nube podría ser el siguiente: Son indispensables, además de los instrumentos corrientes, el horizonte artificial eléctrico, el indicador de viraje y la brújula.
-Es indispensable abstenerse de volar veleros no autorizados para el vuelo en nube.
-Son recomendables, además, la calefacción del «Pitot», el termómetro exterior y el indicador de «G».
-Es necesario tener una cierta práctica en el vuelo con los instrumentos citados, más de diez horas, por lo menos, ya que no se trata de mantener el velero en vuelo recto normal, sino de virar en una fuerte ascendencia que, además hay centrar sin la más mínima referencia exterior.
-Durante los vuelos sin visibilidad, con profesor, se habrá aprendido a prescindir de toda sensación física de vuelo, ya sacar el aparato de posibles situaciones anómalas, saliendo de las nubes con rumbos fijados de antemano.
-Abstenerse asimismo, si la salida por debajo o por los lados no está clara. La proximidad de montañas hace el vuelo prohibitivo.
-Si la salida en vuelo recto hacia zonas despejadas ofrece dudas, habrá que regresar a la base de la nube, perdiendo con los frenos toda la altura ganada.
-Vigilar la temperatura exterior. El hielo puede formarse antes de alcanzar los 0 grados. En caso de formación de hielo en el «Pitot», atenerse a las indicaciones del horizonte artificial eléctrico, para no pasarse de velocidad ni entrar en pérdidas y salir de la nube antes de que la capa sea demasiado gruesa.
-Si a pesar de todas las preocupaciones se llega a perder el control de la posición de vuelo, sacar todos los frenos disponibles y soltar los mandos, manteniendo la palanca centrada. Es contraproducente obligar al velero mandando sin saber por qué.
-A la salida de la nube restablecer la posición normal de vuelo. Si se sale en invertido, actuar sobre el mando de alabeo, no sobre la profundidad.
-Un tonel muy mal efectuado siempre será mejor que arriesgarse a otras maniobras que podrían desembocar en un «Flutter», y en casos muy excepcionales a la rotura del velero.
-No rebasar los 4.500 m sobre el nivel del mar sin oxígeno.
Y por último, sólo me queda recomendar toda clase de precauciones. Dentro de la nube la pérdida de las referencias exteriores es sumamente desconcertante, y espiralar a ciegas en una ascendencia de más de 10 m. por segundo sin perder de vista el horizonte, el bastón y la bola, el manómetro, el altímetro, las formaciones de hielo, y el estado de carga de las baterías no se puede hacer sin tres condiciones previas: conocimientos, valor y prudencia.
De todas maneras no puedo menos de recomendar vivamente el intento de dicho tipo de vuelos; su emoción y espectacularidad son tales que vendrán a añadir nuevos alicientes y nuevas posibilidades a las que ofrece el vuelo en térmica azul.