La cabina empieza a perder transparencia. La humedad que desprenden mis pulmones al respirar, se condensa en su superficie interior. El altímetro de mi «Bijave» está alcanzando los 5.000 m QNH. Hace ya mucho rato que la aguja del variómetro permanece petrificada sobre el aprovechado resalte que provoca la cadena del Monte Carlit, en los Pirineos Orientales franceses. Un tenue silbido de viento y el tic-tac del barógrafo son mis únicos acompañantes, ante la inmensidad que, metro tras metro, se va abriendo a mis pies.
Intento montar mi aparato fotográfico, pero los gruesos guantes que abrigan mis manos me entorpecen. Dudo si sacarme uno, pues el frío ya se deja sentir intensamente.
Son las 11,05 h de la mañana del día 24 de noviembre. Si todo va bien, pronto pondré rumbo a Perpignan para realizar la prueba de distancia obligatoria para la obtención del título de Piloto de Velero francés y valedera asimismo para el «C» de Plata F.A.I.
Vuelo a 75 Km/h y procuro estar el máximo tiempo aproado al viento, que es de intensidad similar, describiendo amplias lazadas paralelamente a esta cadena, que debe tener una longitud de unos seis kilómetros. El pico Carlit ya está algo más de 200 m más abajo, empequeñeciéndose momento a momento, al mismo tiempo que pierde su altiva esbeltez. Se me antoja como si se intimidara ante la superioridad del hombre. Recuerdo cuando lo contemplaba desde el campo de l’Union Aéronautique des Pyrénées, en el puerto de La Quillane antes de despegar esta mañana a las 9,55 h.
Entre viraje y viraje mi mente vuela hacia el pasado. Recuerdo un 25 de julio de este año, cuando pasé el examen teórico de piloto, que más tarde me daría derecho a realizar la prueba que estoy intentando. Desde aquella fecha fui muchas veces a La Quillana «Por si se presentaba el día». El 14 de agosto, impulsado por la información emitida en TVE por el meteorólogo y también piloto, Eugenio Martín Rubio, llegué a este centro a las cuatro de la tarde. La información era cierta, había onda; viento de 30 nudos en pista de La Quillane y 42 nudos en el aeródromo de Perpignan. Desde el mediodía tres veleros estaban en el aire, de los cuales dos alcanzamos los 9.100 metros y el tercero aterrizó, casi en el ocaso, en Perpignan, tras recorrer su distancia «C» de Plata, en un alarde de sangre fría, a causa del viento reinante en aquel lugar. A mi llegada había dos veleros disponibles en tierra. Podía utilizar uno, pero no quedaba oxígeno…
A las nueve de la noche una camioneta procedente de la base de helicópteros de Saillagouse nos trajo el precioso néctar. A la hora de la cena se dieron consignas para los despegues del día siguiente. Se esperaba continuidad del viento. «M. Agramont décollage vers 8 heures. «Alti» minimus: 3.000 m sur terrain avant partir en distance».
Aquella noche apenas dormí; el aullar del viento y la ilusión de la futura aventura me lo impedían. Soñaba despierto alturas orbitales, aterrizajes forzosos en los campos de cepas de los llanos del Rosellón, rasgando las telas de mi avión con sus cortas ramas…
A las cinco de la mañana todo el mundo trabajaba febrilmente para poner el material en pista.
Éramos tres los asignados para partir. A las 6,30 despegó el primero. Los estuvimos observando desde tierra cuando lo soltaron sobre el lago Des Boullouses. Daba la impresión de estar flotando, pero no progresaba en altura. Mi despegue tuvo que demorarse unos minutos para dejarlo aterrizar. Mi moral estaba desmoronándose, pues quien aterrizaba era un «C» de oro.
Despegamos, empezamos a ganar altura. Pilotaba nervioso tras el «Storch» esperando el primer rotor, pero éste no aparecía. A 1.000 m sobre el terreno y ante el severo Carlit me soltaron y allí me quedé con el ánimo encogido y temeroso con un cero en el variómetro que no lograba hacer progresar… Otro velero, 100 m más alto, pasaba las mismas angustias. Así aguantamos una media hora hasta que el débil viento se cruzó unos 30 grados al W. y tuvimos que regresar a toda «allure» hacia el campo de aterrizaje. ¡Pero ahora el Carlit está a 2.000 m bajo mis pies! y mi aguja continúa rígida sobre el +3. ¿Se habrá congelado?
Esta mañana amaneció como un día cualquiera. A las ocho, la manga oscilaba tímidamente, denunciando una tímida corriente de aire procedente de un lugar impreciso del norte. A las 8,30 h despegó una avioneta «Mousquetaire», llevando unos pasajeros en vuelo de placer. El piloto era M. Gérard Pic, director del centro. Una hora más tarde aterrizaron. M. Pic me llamó: «Si quieres saca un velero y equípalo con barógrafo y oxígeno, que iremos a ver que da de sí la onda». ¡La onda! ¿La… onda? El cielo estaba completamente despejado, ni una lenticular para dar aliento. Sólo la manga daba muestras de mayor actividad.
Sacamos el velero. Por mi parte sin demasiada ilusión. Estaba más preocupado por el aterrizaje, que daba por seguro debería realizar media hora más tarde sobre aquella pista helada, que por lo que ni en sueños se me hubiese ocurrido pensar. ¡ Estaba tan escamado! Ya estábamos en la cabecera norte. El barógrafo late con su tic-tac en la bolsa del puesto posterior. La botella de oxígeno, comprobada, marca 4/4 de carga. Compruebo la máscara. Todo está correcto… aquí abajo. Me ajusto el casco. ¡Quién sabe qué piloto americano lo utilizó en la pasada Guerra Mundial! Quizás, incluso, entró en combate y ahora cubrirá mi cabeza en un vuelo de… ¿media hora? Luego, aterrizaje y resignación hasta la próxima oportunidad.
François me saca unas fotos con Michéle, mi madrina de vuelo. Ye estoy en el aire detrás de la «Mousquetaire» que me remolca a 120 Km/h. El altímetro se mueve ya: 100 m, 200 m, 500 m; un rotor nos sacude a los dos y hace oscilar violentamente la aguja del variómetro del velero, +5, ¡Tope!, … + 4, …+5… calma; aguja fija a + 5, seguimos ascendiendo: 600 m, 700 m.
La «Mousquetaire» toma rumbo hacia la cadena del Carlit. Estamos alcanzando la vertical del lado «des Boullouses». ¡Otro rotor! Más sacudidas. ¡Dios mío, esto va de veras!, 800 m, 900 m… calma. Ya estamos en una cresta ascendente. El variómetro señala otra vez +5 m/s. En el altímetro, 1000 m, la «Mousquetaire» alabea. ¿Es posible?
Maquinalmente tiro de la anilla y suelto el velero del remolcador. La «Mousquetaire» emprende veloz picado hacia su base. Yo viro fuertemente para librarme de su rebufo. Gradúo el compensador a velocidad 80 km/h. Mis oídos ya no perciben el ronroneo de mi ángel protector. Estoy solo. El silencio es casi absoluto. La aguja del variómetro se coloca en + 3 m/s y sigue allí. El altímetro va evolucionando en sentido creciente. El viento es muy fuerte y tengo que vigilar la velocidad para que no me lleve a la parte descendente de la cresta.
El Carlit, mi punto principal de referencia, se va pareciendo cada vez más a un garbanzo. Cada viraje me aporta nuevas visiones. El valle del Fresser. Allá a lo lejos el Montseny. Emergiendo como de un mar de nubes bajas, brillando como la plata, Montserrat. Distingo perfectamente su crestería. Al fondo de todo este anfiteatro está el Mediterraneo, grande, enorme, también llego de brillo color de oro. No puedo resistir la tentación y me saco un guante, ¡qué frío! Armo la máquina: «tac, tac», plasmo en el celuloide toda la belleza que ven mis ojos a través de la escotilla lateral de la carlinga. La parte frontal está ya completamente cubierta de hielo. No veo absolutamente nada.
Guardo la máquina. Intento sacar el hielo adosado para ver un poco de frente, pero en vano. Ya he superado los 6.000 m. Ahora ya no subo tan deprisa. La aguja del variómetro de señales de vida y desciende entre + 1,5 m/s y 2. Pero el altímetro, incansable, aunque más lento, va añadiendo metros entre mi velero y la tierra firme.
El frío (quizá de -25 grados) me atormenta los pies. Me da la sensación de tener dos palos conectados a mis rodillas. Miro inquieto los bordes de ataque de los planos del velero ante el temor de que se forme hielo. Alabeo con cierta violencia y compruebo que todo marcha bien. Estoy a 6.800 m QNH practicando vuelo sin visibilidad. Mis ojos no se apartan de los instrumentos. Los rumbos de desplazamiento en mi vaivén los fijo a través de la brújula, pues he renunciado a rascar hielo en la carlinga.
Tengo que graduar el oxígeno a 7.000 m, pues pronto alcanzaré esa cota. A pesar del frío me siento relativamente cómodo. Recuerdo los consejos leídos en un libro de pilotaje y procuro retener mi desbordada emoción. ¡Al fin 7.000 m! Qué grande es la tierra que se extiende a mis pies! Estoy prácticamente a la altura de los aviones comerciales que cruzan los Pirineos. Espero que si me cruzo con alguno, me vea, pues lo que es yo…
La ascendencia es cada vez más débil. Ahora subo como máximo a + 1 m/s. No obstante consigo 200 m más. Empiezo a calcular la deriva que tendré que adoptar para poner rumbo a Perpignan. Decido poner un rumbo de 60 grados. Muerto de frío emprendo vuelo hacia mi meta.
Calculo que tengo que girar unos 30 grados el eje del fuselaje del velero para contrarrestar la fuerza del viento. El altímetro empieza a «desenrrollarse». Desciendo a -4 m/s y pongo el velero a 110 km/h. Tengo altura de sobra para el fin que persigo. En pocos minutos me encuentro en la vertical de Prades, unos kilómetros al norte. La ciudad pasa rápidamente a mi lado. Hasta aquí he gastado 200 m de mis preciosos 7.200 m.
Perpignan ya está a la vista. Sus rosados tejados lo delatan entre la bruma. Aquí el Mediterráneo, por su posición respecto al sol, tiene ya tintes de azul. Las marismas de Narbonne aparecen inconfundibles. Todos aquellos viñedos de sueños pasados transcurren apacibles bajo mis pies. El río Ter serpentea un poco a mi derecha hacia el mar. El macizo del Canigó cubierto con su manto invernal, parece saludarme al pasar. El valle se abre en forma de abanico hacía las tierras bajas del Rosellón.
Ya he dejado las montañas atrás y aumento la velocidad a 120 km/h, pues compruebo que, a pesar de ello, sólo bajo a -3 m/s. Irrumpo sobre Perpignan unos 5 km al Norte. Mi principal preocupación ha sido no dejarme dominar por el viento. Lo conseguí. Estoy a 3.000 m de altura. Inicio una vuelta de circunvalación por la periferia de la ciudad para poder observar con detalle. Veo sus plazas, el canal, el Castillet. Distingo perfectamente el aeródromo y localizo en él la pista que se me asignó para aterrizar. Doy una vuelta de reconocimiento sobre el mismo, pues todavía tengo 1.500 m en mi altímetro. Me sitúo en su costado y empiezo a dar fuertes y cortos virajes para perder altura en aquel punto.
Las casas de los alrededores van aumentando de tamaño. El altímetro señala ya 300 m, cuando observo que inconscientemente mantengo la velocidad de 100 km/h. Ahora rectifico, pues el momento de la verdad ha llegado. Sigo la paralela de presentación en pista a 10, 15 grados. Viraje a la izquierda. Otro viraje sobre las casas y aparece frente a mí la franja verde de la pista del Aero-Club de Perpignan. Saco ligeramente los frenos aerodinámicos y, segundos más tarde, la trepidación del «Bijave» me anuncia que he tomado contacto con esta tierra que estuve sobrevolando por espacio de dos horas y media.
Antonio Agramont