Transcripción de la revista “Avion” de Julio de 1958 en la que Vicente Juez nos cuenta uno de los primeros vuelos transpirenaicos entre Monflorite y Tarbes (Francia)
No es la primera vez que se cruzan los Pirineos con un velero, ni será tampoco la última. En el año 1954 el piloto francés Paul Weiss (actual campeón nacional), hizo la travesía de Francia a España; utilizó para ello la ascendencia de un cúmulo nimbo que le subió a 5.000 metros, altura que aprovechó para, en un planeo directo, llegar hasta Huesca.
No será tampoco la última, porque en el sentido España-Francia, por las condiciones meteorológicas, tiene un sabor especial; y aún hay más: se ha creado en Monflorite un resolutivo ambiente de llevarlo a cabo con una patrulla de tres veleros.
Ciertamente es un vuelo más espectacular que técnico y difícil de realizar, pero no es menos cierto que esta lleno de emociones y belleza.
Tuve la suerte de ser designado para realizarlo con “carta blanca” para elegir el día, momento y condición del vuelo. Así, el día 30 de mayo, después de estudiar la situación meteorológica y a la vista de la evolución nubosa, decidí hacer mi primera tentativa. A las 11,30 horas de la mañana fui remolcado por una avioneta, cortando el remolque a los 500 metros ya a la vertical del aeródromo militar de Igriés (Huesca), iniciando en este momento el vuelo libre.
Dentro de una térmica y volando en cerrada espiral logré colocarme a 1.500 metros. A pocos kilómetros y ante mi tenía la Sierra de Guara, última estribación del Pirineo Central, muy conocida y visitada en mis vuelos de entrenamiento.
Con aquella altura puse rumbo hacia ella, llegando a media ladera del Pico Gratal, donde, por serme familiar, sabía que volvería a ascender. Al acercarme a los acantilados del Pico, el variómetro marcaba dos metros por segundo de ascendencia. Pero voluntariamente retardé el ascenso, para lo cual saqué ligeramente los frenos aerodinámicos; me recreaba volando lo más cerca posible de las rocas, como pidiéndoles el espaldarazo ya la recomendación para los gigantes pétreos que tenía que visitar.
Un poco más tranquilo ya, aproveché la ascendía al máximo, que llegó a ser de 3 metros por segundo, y en pocos momentos vi como mi amigo se convertía de gigante en enano y allí abajo quedaba a mis pies; al mismo tiempo, sobre mi cabeza, un bonito cúmulo se agrandaba y oscurecía por momentos. Le di las gracias por la ascendencia que me había proporcionado, rozándole las “barbas” y, sin penetrar en su seno, inicié el paso de la Sierra de Guara. Era la iniciación de la empresa y donde empezaba a olvidar lo que quedaba atrás, para mirar tan sólo hacia el objetivo y estudiar la mejor forma de atacarle.
El panorama era maravilloso. A mis pies brillaba el pantano de Arguis; más adelante, y aún por debajo, la Sierra de Bonés, cuyas estribaciones en rápido descenso van a morir en el río Gállego. Caprichosas ondulaciones con infinidad de vallecitos que culminan con la Peña Oroel ya cuyos pies se divisaba la perla del Pirineo (Jaca), formaban la otra margen del valle que se perdía al fondo y en el que podía admirar los pueblos de Sabiñánigo y Biescas. En el horizonte, y por encima de él, una línea de colosos de piedra con canas en las sienes guardaban el secreto del más allá.
Una ligera brisa del suroeste favorecía mi desplazamiento, si bien producía descendencias a sotavento de Guara y me hacía perder altura. Por la aproximación y el descenso del velero daba la impresión de ver crecer, rápidamente, los pinos de las praderas de Bonés, famosas por su belleza y… por el concurso de paellas que en ellas se celebra.
Con doscientos metros de margen rebasé la cota y, seguidamente, una caprichosa nubecilla volvió a proporcionarme una nueva subida. Con la altura ganada y huyendo del valle me dirigí a las estribaciones de Peña Oroel, ya que por sus mayores contrastes influía en la formación de mejores ascendencias.
Pronto empezó el variómetro a registrarlas, y las aprovechaba virando como siempre con esta técnica de vuelo: cerrados círculos, al igual que los buitres. Después de volar a través de varias ascendencias me encontré con un campo de cúmulos casi soldados y en período de disolución; huyendo de ellos me vi forzado a cruzar otra vez el valle del Gállego hasta Sabiñánigo, donde otra ascendencia me permitió trepar hasta dos mil metros de altura sobre el nivel del mar.
Con esta altura me fui moviendo, oteando siempre los campos que consideraba más propicios para la formación de máximas ascendencias, o al menos de mínimo descenso, internándome más y más en el Valle de Tena.
A la altura de Biescas tuve ocasión de contemplar los accidentes del terreno a muy poca altura. Gracias a Dios, una térmica muy oportuna me permitió poco después de hacerlo desde la base de una nube a dos mil seiscientos metros.
Para que no me olvidase de la tierra, pocos minutos después tenía ante el morro de mi velero el primer gigante, el imponente Pico de Peña Telera, con sus encrespadas crestas a modo de lanzas que culminan a una altura de dos mil ochocientos ochenta y seis metros.
Si hay momentos en que a todos nos da saltos el corazón, éste fue uno de los míos: al pasar sobre las agujas, sólo a cincuenta metros de ellas, mirándolas con respeto como si temiera que se alargasen un poco para castigar mi osadía. Acto seguido, un enorme precipicio se abrió a mis pies y allá, en el fondo del cerrado valle, pude contemplar un pequeño trigal atravesado por una línea de vagonetas.
Las agrestes piedras no se movieron, pero mi atrevimiento se vio pronto castigado; la descendencia de sotavento me llevaba hacia el fondo del valle a velocidad de cuatro metros por segundo; en aquel momento me sentí, con mi frágil velero, como un ratoncillo encerrado en una jaula de elefantes.
Atravesé el valle rápidamente, tratando de encontrar ascendencias en la otra vertiente. ¡Nada por aquí…! ¡Nada por allí…! Mientras tanto, el pequeño campo de trigo, cada vez más grande, pero no lo suficiente a pesar de verlo ya de cerca. Había que aprovechar hasta el último metro para encontrar el agujero de escape, y cuando ya me iba diciendo “de perdidos al trigo”, el agujero se presentó en forma de una térmica.
El variómetro marcaba medio metro por segundo; en cerrados virajes logré mantener ese medio metro que me sacaba del apuro. Con unos doscientos metros de altura sobre el terreno me aventuré ya a tantear la térmica para lograr ascensos de más intensidad; dos virajes más y el variómetro marcó dos metros por segundo. El aire penetró con fuerza hasta llenar por completo mis pulmones; las pilastras que sostenían los cables de conducción de las vagonetas parecían de juguete, y el horizonte que poco antes había dejado de ver, aparecía de nuevo ante mis ojos.
Otra vez en ruta hacía mi objetivo, pasé por encima de los pequeños lagos del Valle de Sallent y , por un momento, me penó el haberme dejado en casa la caña de pescar; ¡buen remedio si me hubiera visto forzado a tomar tierra cerca de sus cristalinas aguas! Poco duró este pensamiento, porque una térmica de metro y medio por segundo me permitió ir tomando altura mientras volaba sobre el valle, donde varios rebaños contrastaban con el verde de sus onduladas praderas.
Apoyándose en la vertiente Este, y ayudado por la suave ascendencia que producía la brisa, fui ganando altura hasta lograr introducirme en el grandioso circo en que culmina esta vertiente, y en la cual, a escasos metros de los acantilados, logré mayores ascendencias; pero daba frío contemplar su imponente glaciar. Con dos mis trescientos metros de altura me moví hacia el centro del valle, donde se estaba formando un pequeño pero bien recortado cúmulo; virando debajo de Em mi variómetro llegó a marcar tres metros de ascendencia por segundo. Poco a poco, y a través del puerto, comenzaba a vislumbrar la vertiente francesa de los Pirineos.
Rumbo al objetivo, tenía ante mí el pico Midi d’Ossau, que se perdía dentro de una nube. El velero se perdió también en el interior de la que tenía encima, para conseguir la máxima altura lograda en el vuelo: 2.700 metros sobre el nivel del mar, Momentos después, rebasada la nube, el sol se reflejaba en las húmedas alas del “Sky”. El reloj marcaba las 13:30; dos horas de lucha me había costado alcanzar la frontera. El pico de Midi, protegiéndose del sol con un caprichoso sombrero de algodón, parecía correr hacia atrás a escasos metros del extremo del ala.
Nueva perspectiva visual y nueva aportación de aire a los pulmones. Cambio brusco de vegetación y cambio brusco de condiciones meteorológicas. El nivel de condensación, que sobre los Pirineos españoles se encontraba a 2.500 metros, en la región francesa descendía bruscamente hasta los 900, por lo que, rápidamente, volando sobre el valle de Laruns, me encontré por encima de los cúmulos y, por tanto, sin ascendencia térmica. Por otra parte, el viento era del noroeste, con velocidades aproximadas de 20 a 25 Km/h.
En planeo, y rumbo hacía Pau, seguí en descenso, cortando las crestas de los cúmulos, y más tarde en toda su profundidad, donde la turbulencia agitaba ligeramente mi velero Y, al fin, la contemplación de la inmensa campiña francesa.
Mi principal objetivo estaba cumplido. Si bien hubiese podido mantenerme unas horas más volando con apoyos térmicos, el viento de frente y la poca altura entre el terreno y las bases de las pequeñas nubes, no permitían hacer una gran distancia.
Al no tener objeto lograr un mayor kilometraje, decidí que en este maravilloso centenario de las apariciones de la Virgen de Lourdes recibiera en su cielo un velero español, rindiéndole así un homenaje y acción de gracias.
A las 14,30 horas después de sobrevolar el aeródromo de Tarbes-Lourdes por espacio de unos veinte minutos, posaba suavemente mi “Sky” en la pista de aparcamiento.
Las atenciones recibidas durante mi corta estancia en suelo galo merecen un capítulo especial.
En el transcurso de la tarde, y también de la noche, visité a la Virgen en su Santuario, rogando, entre otras cosas, por el vuelo sin motor español. Y en la tarde del día 31, juntamente con mi velero, y esta vez por carretera, volvía a pisar tierra española.
Y aquí, amigos míos, termina el relato de uno de los vuelos a vela que cualquiera de vosotros podréis realizar algún día.
Tened fe en el vuelo sin motor, que, como toda ciencia y arte incomprendidos, llegará a imponerse.
Luis Vicente Juez Gómez