Narración de un impresionante vuelo realizado hace 25 años en Mora (Toledo) en la que los pilotos sufren todo tipo de condiciones atmosféricas alcanzando una altitud de 6.000 metros volando en el interior de un cúmulo.
Voy a contaros hoy la «batalla» (no homologada) de un día 13. Puede que mas adelante haya oportunidades de hablar de más días 13 y hasta de otros que no lo sean.
Estamos a 13 de Agosto de 1.971 Club de Vuelo de Mora (Toledo). En la extensa llanura castellana, polvo y sudor nos acosan. Lástima que no haya algo de hierro en las proximidades para haberlo podido incluir en la frase.
A las 8h.30′ Z ya calienta el sol con fuerza en esta Mancha que ahora nos torra y en invierno nos congela.
A las 10h.30′ Z aparecen las primeras térmicas aprovechables y los veleros empiezan a «engancharse».
Helmut Himler, volovelista y buen amigo que vive en España hace años, tiene no se qué problema burocrático con su Licencia y no puede volar solo. Me pide que le acompañe en un biplaza.
Todavía faltan años para que contemos con una avioneta remolcadora, así que los remolques son por torno, naturalmente.
Porque el viento está en calma, la temperatura es muy alta y el Blanik es bastante pesado, los remolques son dificultosos y se gana poca altura. No encontramos ascendencia y tenemos que aterrizar. Ha sido un vuelo de 5 minutos.
Casi inmediatamente volvemos a salir y de nuevo nos marcamos otra «hundida» ignominiosa. Seis minutos esta vez. íVaya! Dejamos pasar un buen rato en el que salen y se enganchan otros dos veleros. Helmut y yo no estamos ya de muy buen humor. Sobre las 13h Z. volvemos a despegar. A esta hora el calor es asfixiante. Como en los otros remolques, alcanzamos poca altura.
Helmut que lleva el avión desde la cabina delantera, encuentra una pompa térmica y empieza a pelearse con ella. Es estrecha. Virajes muy ceñidos, pero no la aprovechamos como para subir. Cambia el sentido del giro. Hay momentos en que subimos, pero la mayor parte del viraje es en descendencia. Nos quedamos bajos y tenemos que volver a aterrizar. Llevamos ya tres hundidas en lo que va de día. Para estar en el aire 26 minutos, hemos necesitado salir tres veces, mientras hay varios veleros volando a mucha altura desde hace casi dos horas. Estamos de muy mal humor; Helmut mas que eso.
A la vista de la hora y de los éxitos obtenidos, decidimos comer un poco y beber un mucho. Con este calor, solo apetece agua, mucha agua. La temperatura es de 41 grados y la humedad relativa del aire del 33 por ciento. No hay viento: ni brisa siquiera. Hace falta estar todo lo locos que estamos los volovelistas para aguantar este clima verano tras verano.
A las 15h Z nadie puede soportar el sol y todos los que estamos en tierra nos refugiamos en el pomposamente llamado «pabellón». Todas las persianas bajadas y la puerta tapada por una cortina de lona. También aquí hace mucho calor, pero en comparación con el exterior, es Hollywood. Hace algún tiempo, un alma caritativa trajo, como regalo al Club, un par de sillones que sobraban en su casa y que, con sus correspondientes almohadones, eran fastuosamente cómodos.
Lo malo es que enseguida echamos mano de los almohadones para mejor acondicionar las cabinas de los dos viejos Slyngsby «Swallow» y de los sillones solo quedaron los esqueletos de madera. Esqueletos que pueden llegar a ser increíblemente incómodos y en uno de los cuales me tumbo. Aún así, aprovechando el silencio, la penumbra y el «fresquito» del «pabellón», me quedo dormido. Experimentando esto, uno comprende perfectamente por qué en los países tropicales no hay excesiva actividad en sus gentes.
Sudando me dormí y sudando me despierto, o por mejor decir, me despierta Helmut. Estoy tronchado de la espalda, por las tablas del sillón.
– ¡Hala, vamos!.-
– ¿A dónde?- pregunto, sorprendido por sus prisas.
– A volar.-
– ¿Otra vez?-
– Si. ¡Venga!- Como de costumbre, su tono es imperativo y decidido.
– Oye: que ya llevamos tres hundidas hoy, macho.-
– Bueno, qué mas da? Ahora nos enganchamos.-
Su moral está; muy reforzada. Parece con ganas de resarcirse. Confieso que yo carezco de ánimo para cualquier cosa. ¡Con este calor…! Miro el reloj. Son casi las 18h Z.
– Pero Helmut: es ya un poco tarde para poder enganchar saliendo a torno.-
– Nada, nada. ¡Vamos!.
El tío está plenamente decidido.
– ¡Bueno! -Acabo diciendo.
– Pero si volvemos a hundirnos, ya no salimos más veces hoy, ¿eh?-
– ¡De acuerdo! –
Volvemos a arrastrarnos bajo el sol hasta el Blanik. La cabina es un horno; quema por todas partes. Esta vez pilotaré yo, pero no cambiamos de posición. Helmut sigue yendo en el compartimento delantero. Mantenemos la cúpula abierta hasta el último momento para que no se concentre todavía más calor dentro de la cabina. Anselmo, el veterano y sufrido Anselmo nos remolca.
Alcanzamos 250 metros de altura. Hemos salido por la 15 y, consecuentemente, nos hemos soltado sobre la cabecera de la 33. Viro a la derecha, hacia Manzaneque, lugar habitualmente propicio a las ascendencias. El variómetro dice que bajamos. Mantengo un tramo recto. Espero que, de un momento a otro, nos encontraremos con una térmica. Empezamos a descender a 3 m/s. íQue desastre! Ya solo tenemos 180 metros de altura. 170 metros. Helmut maldice en alemán y yo en castizo. Está visto que hoy no es nuestro día.
Ni lógica ni estadísticamente es normal que un día como hoy, con el cielo lleno de cúmulos, pueda hundirse uno cuatro veces consecutivas. Seguimos bajando y estamos lejos de la cabecera en servicio. Desisto de buscar por aquí y le anuncio a Helmut que vamos a tomar.
Entramos Viento en Cola Derecha para la 15. Estoy extremadamente disgustado ante esta situación. Los hados se han puesto de acuerdo para que nos sintamos dominados por la impotencia. ¿Por qué todos los demás se han enganchado hoy y nosotros no?
A 160 metros de altura viro para hacer una breve Base y entrar, ya un poco bajo, en Corta final. En ese momento, con la mano izquierda en el mando de aerofrenos, siento un temblor en el Blanik. Un temblor levísimo.
– ¡Aquí hay algo! Le grito a Helmut, a la vez que ciño más el viraje a derecha, intentando centrar la supuesta ascendencia.
– Ya estamos muy bajos- Me recuerda Helmut- Aunque haya algo, no vas a poderlo aprovechar.
Un viraje, dos virajes. Ciño como un desesperado. Tenemos 70 o 75 grados de inclinación; casi a la vertical. El variómetro ronda el cero, pero no lo mantengo durante todo el viraje. Estamos perdiendo altura lentamente. 150 metros.
– ¡Nada! Déjalo. No merece la pena. A esta altura ya no podemos hacer nada. Vamos a aterrizar y, si quieres, volvemos a salir. Dice Helmut, convencido de la inutilidad de mi esfuerzo.
La cosa es ya uno cuestión de honor. No pienso abandonar. ¡Tú no te escapas, maldita!
Dos vueltas más, tres, cuatro. He perdido otros 10 metros. Estamos a solo 140 y virando con una inclinación del diablo. Mantengo la velocidad más óptima que me permite el ángulo de viraje. Parece que finalmente mantengo el cero. Ya no seguimos bajando. Pero tampoco ascendemos.
– Estamos ya muy bajos, ¿eh? Vuelve a recordarme Helmut, que está en plan agorero y ve la cosa oscura.
Continúo virando con rabia, persiguiendo la más leve insinuación del vario para no salirme del cero. Aquí es donde uno tiene que recurrir a todos sus recursos y echar el resto. Por suerte para mí, tengo más de 200 horas de vuelo en Blanik y lo conozco bien. Además hay un especial cariño con este EC-BYS que estrené a su venida de la fábrica checoslovaca. Fue un vuelo remolcado de Cuatro Vientos a Mora el primero que él hacía en España. Todos los Blanik vuelan magníficamente bien, pero éste, además, es «mi» Blanik. ¡No puedes hundirme, viejo! ¡Sube, sube, sube!
A veces, un avión y su piloto son una sola cosa. La máquina piensa y siente como su conductor y éste nota los planos, los timones, los largueros, como continuación de su propia célula orgánica. Esto es literalmente cierto y me permitiréis que os diga que si alguien lo duda, no solamente no tiene sensibilidad, si no que tampoco entiende de Aeronáutica. En este momento, una vez más, Blanik-Yo, somos una sola cosa virando en el espacio. Yo soy el Blanik.
Siempre muy ceñido. Diez, quince, veinte vueltas más. Ni se sabe cuantas. ¿Quién va a llevar la cuenta? Este carrusel parece cosa de locos. íHemos ganado 20 metros! Otra vez estamos a 160 metros de altura sobre el suelo. ¡Que alegría!
El variómetro sigue marcando cero, casi sin fluctuaciones, pero ahora es «cero de subir». A 160 metros ya pasa a ser 0,2 m/s de ascenso. Tengo las mandíbulas encajadas y todos los músculos apretados. El sudor me chorrea de la frente a las cejas y de éstas a los cristales de mis gafas de sol; también me caen chorritos intermitentes por las orejas y el cuello. Estamos a 250 metros; de nuevo tenemos la altura de suelta. A pesar de ello no me fío y sigo pegándole con toda mi alma, ya que continúa estando flojilla y, sobre todo, poco definida. De un momento a otro puede rebasarme la pompa y si me quedo debajo de su efecto, es como quedarme dándole palos al agua.
Subimos a 0,25 m/s, pero a 280 metros va habiendo «pataditas» de 0,5 y 0,7 m/s. Me afano por aprovecharlas, ansiosamente.
No he mirado el reloj al despegar, pero calculo que el subir a estos 300 metros, nos ha llevado 20 ó 25 minutos. Afortunadamente, ahora la ascendencia ya es más definida, lo que nos permite virar menos ceñido y aprovecharla más cómodamente. El variómetro, poco a poco, ha rebasado la barrera de 1 m/s., que parecía inalcanzable. Me permito la primera inspiración y expiración profunda.
A partir de los 500 metros, como casi siempre, la cosa se pone realmente buena. Hemos conseguido engancharnos en lo bueno de la térmica. Ascendemos a 2,5 ó 3 m/s. ¡Esto es vida! Les doy un descanso a mis músculos y me relajo placenteramente. Ahora ya solo hay que seguir virando de una manera convencional, aprovechando lo mejor posible la ascendencia, pero sin desvivirse. Renuncio a querer explicar o calificar esta sensación tan íntima.
Desde Mora hacia el sur, salen dos carreteras. Una va hacia los Yébenes y la otra hacia Consuerga. Estamos volando justo sobre el vértice del ángulo que forman las dos al separarse. Como el viento sigue en calma, viramos sin desplazarnos del lugar. La Mancha es monótonamente ocre bajo nuestras alas. Solo se destaca un cuadradito de terreno entre Mora y la estación del ferrocarril que, por disponer de riego por aspersión, es una verde huerta que alegra la vista.
Como antes he dicho, hay en el aire varios veleros, pero ninguno está; a la vista. Como ellos han salido temprano, puede que estén intentando utópicas distancias de cientos de kilómetros que, teniendo en cuenta el nivel volovelístico español de 1971 y nuestro parque de material, todavía tendrán que tardar años en poderse conseguir realmente. Pero imprescindible es que lo intentemos. Ellos ya están cumpliendo con su deber deportivo de aprender probando. En las proximidades del aeródromo solo estamos nosotros con el EC-BYS.
Al llegar a 1.500 metros de altura, dejamos de sudar. Aquí la temperatura es ya agradable. Seguimos subiendo muy bien. Son las 19h Z. A estas horas, las térmicas empiezan a ensancharse por arriba y se hacen suaves, tranquilas, fáciles. Estamos ascendiendo a más de 3 m/s. Lo normal es que, a partir de ahora, la actividad convectiva vaya remitiendo. Tendremos que procurar mantenernos la más arriba posible, si queremos mantenernos en el aire hasta después del crepúsculo.
Le pregunto a Helmut si quiere tomar los mandos. Renuncia a ello, a pesar de que le gustaría hacerlo, estoy seguro. A la salida habíamos convenido que pilotaría yo y, como buen alemán, respeta a rajatabla el plan previsto.
Miro hacia arriba y veo un cúmulo sobre nuestras cabezas, justo encima. Tiene unas proporciones mas que regulares y está en plena actividad de crecimiento. Todavía está muy arriba, pero puede que le alcancemos si la ascendencia no cesa. En buena lógica, parece que la térmica tiene que llevarnos a él. La base es plana y oscura.
– Mira que cúmulo tenemos encima.-
Helmut mira también hacia arriba, buscándolo.
– ¡Ah!, si. A ver si llegamos a él.- Me anima.
A 2.500 metros de altura, aún estamos muy lejos de la nube. Ni siquiera nos hace sombra. Empieza a hacer fresquillo. Cierro mi ventanilla de refrigeración lateral.
Otra vez viro más ceñido, para aprovechar la mejor zona de la térmica y ver de llegar a la base del cúmulo antes de que se deshaga. El variómetro marca los 4 m/s. en casi todo el viraje; a veces los sobrepasa un poco. A 3.000 metros entramos en la sombra.
– ¡Mira!- Señala Helmut -3.000 metros-
-íY como tira!-
Realmente es una ascendencia de lujo. Estamos rondando los 5 m/s. A 3.300 metros empezamos a aproximarnos a las «barbas» de la nube.
– ¡Que lástima que no tengamos horizonte artificial!- Me quejo; pensando que podríamos meternos en el cúmulo. En realidad tenemos no uno, si no dos horizontes artificiales, uno en cada tablero. Pero como si nada, porque no llevamos la batería correspondiente para hacerlos funcionar.
-Aunque sea un biplaza y sin barógrafo, moralmente ya nos hemos hecho los 3.000 metros de ganancia para el «C» de Oro- Le digo a Helmut.
Empezamos a rozar las barbas. Estamos a 3.500 metros de altura. Tendremos que abandonar la ascendencia y salirnos. Es una lástima, ahora que subimos tan deprisa. Recuerdo ahora que hace pocos días puse en uno de los Blanik una pila de petaca para alimentar el indicador de virajes de la cabina trasera. A ver si, por casualidad, era en éste. Tiro de la pequeña tapa de aluminio que cierra la caja de la pila de 4,5V. con ayuda de dos resortes y ¡efectivamente! aquí está. Acciono el interruptor y el giróscopo empieza a sonar, tomando revoluciones rápidamente. Esta operación ha durado pocos segundos, pero como ascendemos tan deprisa, el cúmulo ya nos ha tragado. Hemos perdido el suelo de vista por completo. A nuestro alrededor todo es gris.
-A ver si puedo mantenerlo en la ascendencia con el indicador de virajes y el anemómetro-
-Vale- Asiente Helmut muy tranquilo. No me gustaría defraudarle.
El velero va muy bien compensado de profundidad y la ascendencia dentro de la nube sigue siendo estable, así que no es problema mantener la posición normal de vuelo. El anemómetro apenas tiene oscilaciones importantes. Disminuyo la inclinación del viraje, reduciéndola al primer punto del bastón.
Empiezo a sentir frío. ¿Quien lo hubiera pensado hace una hora? El aire es ya muy frío y me llega directamente a través de la parte superior de la cúpula. Le pido a Helmut que cierre la ventanilla de refrigeración del morro. El no siente tanto la temperatura porque lleva un pantalón y una blusa que, aunque sean de verano, algo abrigan. Mi única indumentaria corresponde al sofocante calor que estaba haciendo allí abajo y se compone de: una gorra, las gafas de sol, un bañador y unas sandalias: nada más. Difícilmente podrá encontrarse algo menos apropiado para un vuelo de altura dentro de un cúmulo.
Alcanzamos los 4.000 metros con toda facilidad. Cada vez hace más frío. Estamos subiendo a tope de variómetro. Por la velocidad con que se mueven las agujas del altímetro, debemos ascender a 7 m/s, o mas. No recuerdo haber subido tan deprisa nunca, antes de ahora.
El anemómetro empieza a subir de velocidad: 90, 100, 110, 120 kmts./h. Saco la posición de viraje y volando recto intento reducir la velocidad. Todo inútil, parece que el anemómetro se hubiera vuelto loco de repente. 140, 150, 160 kmts./h. Sin embargo, el ruido del aire a nuestro alrededor es completamente normal, incluso un poco débil. Los mandos se están quedando «blandos», debido a que intento reducir las marcaciones del anemómetro levantando el morro. En vista de los síntomas, está claro que el que falla es el anemómetro; por tanto me olvido de él y vuelvo a ceder con lentitud la palanca hasta dejarla en su posición compensada que tan buen resultado viene dando. El ruido del aire que corta el Blanik es el normal. Aunque el anemómetro dice que vamos a 190 kmts./h., ello es imposible. Si realmente fuéramos a esa «breada», esto bramaría como un diablo y no es así. Este sistema de mantener la velocidad «de oído», es completamente nuevo para mí.
La aguja del anemómetro se detiene a 200 kmts./h. exactamente. Para un rato y sigue sin moverse. La aguja del anemómetro de Helmut tampoco se mueve. Ahora caigo en la cuenta de lo ocurrido. El hielo que se debe estar formando en el morro nos ha obturado la toma dinámica. Esta es la única explicación lógica al fenómeno de aceleración y detención de los anemómetros. Al irse formando el hielo en la boca del pitot e ir reduciendo su diámetro, se ha producido una celeración anormal del aire que penetraba, puesto que en realidad el pitot se había convertido en venturi. De esta forma se ha ido incrementando la velocidad indicada hasta el momento en que, por taponamiento total, las agujas se han quedado inmóviles.
Nada pasa señores. Solo que tenemos los anemómetros inoperativos, no contamos con batería para los horizontes artificiales, estamos dentro de una nube y el avión se nos está cargando de hielo. ¿A quién le preocupan esas nimiedades?
Lo que más me fastidia es con toda esa mandanga de la velocidad indicada, he perdido la ascendencia y estamos bajando a 3 m/s. Viro y pongo rumbo opuesto, aprovechando que el indicador de virajes y el compás magnético siguen portándose como los buenos. Voy dando palos de ciego (nunca mejor empleado el símil), por un lado y otro, hasta que volvemos a encontrar la ascendencia. Subimos de nuevo: 4 m/s. Viro, a la izquierda esta vez, hasta el primer bastón. 5 m/s. Mantener la velocidad por el ruido del aire que cortamos, es realmente difícil y requiere una concentración grande.
Otra vez rebasamos los 4.000 metros de altura. El variómetro fluctúa muy poco; casi todo el rato está pegado en el tope de arriba. ¡Vaya ascendencia!
Tenemos casi toda la cúpula cubierta de hielo. Por las ventanillas traseras que todavía están transparentes, veo que en los planos, hay también una buena capa en los bordes marginales y algo menos en los de ataque. A pesar de ello, seguimos subiendo como si eso no fuera con nosotros, 4.500, 4.600, 4.700 metros. Cada vez tenemos más hielo y cada vez subimos más deprisa.
Pruebo los aerofrenos y salen perfectamente. Lo único que realmente me preocupa es que el extradós del plano se hiele tanto que no permita que salgan. Con los aerofrenos abiertos subimos a 4 m/s. Vuelvo a cerrarlos.
Hace ya un frío insoportable. Estoy aterido con mi bañador como único abrigo. Voy alternando el manejo de la palanca con ambas manos y la que no «trabaja» la resguardo en la axila contraria. Lástima que no pueda hacer lo mismo con los pies.
No debe haber, supongo yo, demasiada gente que pueda contar que le ha caído un rayo. Sin embargo, Helmut Himler y yo podemos hacerlo porque nos ha caído; ¡vaya si nos ha caído! Es una cosa como muy tonta; uno va volando así, con su Blanik dentro de un cúmulo, sin meterse con el prójimo e inopinadamente te cae un rayo.
Yo siempre había pensado que los efectos de un rayo debían ser infernales, dantescos, que uno retorcía hecho una tea y se quedaría enseguida convertido en pavesita. Puede que en tierra sea así, pero en un Blanik la tripulación apenas se entera del chispazo, puesto que entra y sale rápida y misteriosamente. El destello es como si te estuvieran haciendo una foto con un flash de exageración, pero nada más. Fijaos bien lo que he dicho: «La tripulación apenas se entera del chispazo»; lo malo está en el ruido increíble que acompaña al chispazo. Y de eso ¡Como te enteras!
Uno está acostumbrado a ver el rayo o el relámpago y, al rato, oír el trueno; bueno, pues dentro de la nube tampoco vale eso. Aquí todo va junto. Te sueltan el chispazo y a la vez, justo a la vez, abren la caja de los decibelios celestes y te caen en la cabeza. El rugido y su onda expansiva son tan atronadores que nos quedamos petrificados. Ya se que esto está muy explotado literariamente, pero es que el rugido y la onda expansiva son tan atronadores que nos quedamos petrificados; ¿qué queréis que yo le haga?
Estamos aturdidos, un poco sobrecogidos. A pesar del zurriagazo, parece que todo va normal. Como me he quedado sordo por el ruido de la descarga, momentáneamente no puedo mantener la velocidad ni por el oído. El Blanik es tan estable que sigue volando con cierta coherencia.
¡Mi madre, que trallazo nos ha dado! El ruido de un trueno es tan grande «disfrutado» de cerca, que solo se puede comparar a si mismo.
Cuando aterricemos podremos comprobar que la chispa nos ha entrado por un borde marginal y ha salido por el contrario atravesando toda la envergadura. Como tarjeta de visita nos ha dejado unos diminutos agujeritos con el metal fundido alrededor.
Después del fogonazo da la sensación de que todo se ha quedado oscuro. Bebemos estar muy al interior del cúmulo. Por otra parte, la capa de hielo sobre la cúpula aumenta de espesor y contribuye a que la luz que pasa sea más débil. De cualquier forma, hay claridad suficiente para entenderse dentro de la cabina.
El borde de ataque de los planos tiene ya una buena capa de hielo. Vuelvo a probar los aerofrenos y siguen abriendo perfectamente.
Aunque ahora no tengo bien centrada la ascendencia, la velocidad de subida continúa siendo muy grande.
Empiezan a flotar por la cabina unos copitos blancos, como nieve menudísima. Primero pienso que están entrando por algún resquicio, desde el exterior, pero enseguida compruebo con asombro que es la condensación de mi propio aliento. Al expulsar por la nariz el aire que respiro, se convierte en copos diminutos de nieve que flotan ante mí; algunos se quedan posados en el vello de brazos y piernas. Es éste un curiosa fenómeno que no conocía y sobre el que nunca había oído o leído algo. Poder producir una mini-nevada con la propia nariz; ¡que divertido! Calculo que harían falta quince o veinte copitos de éstos para llegar al tamaño de un copo de nieve mas o menos normal de los que, de vez en vez, vemos por Madrid. Debemos estar a bastantes grados bajo cero. Me estoy quedando pajarito.
En un extenso y documentadísimo tratado de Medicina Aeroespacial que leí no se cuándo, decía que nunca se deben rebasar los 3.500 metros de altura sobre el nivel del mar, sin ir provisto de oxígeno para respirar. Nosotros estamos a 4.900 metros sobre el campo, que son así como 5.650 metros sobre el nivel del mar. Creo que nos hemos pasado un tanto.
La respiración es completamente normal, aún. No siento fatiga ni sueño, ni alegría desenfrenada que, al parecer, son los síntomas de la anoxia, Helmut dice que está bien, igualmente. Sin embargo, al volver un poco la cabeza para hablarme, veo que sus labios tienen ya color violeta. Las uñas de mis dedos han perdido todo su color rosado y están blanquísimas. Esto ya es mosqueante.
Meterse en un gran cúmulo, no tener horizonte artificial, llevar paralizado el anemómetro, ir cargado de hielo, aguantar un rayo y sobrevivir ante una temperatura polar en bañador, puede entrar en los límites del amor humano por la aventura (aunque mucho me temo que aquí tendría que agregar bastantes cosas un psiquiatra), pero exponerse, además, a un soponcio cardíaco, sería molesto y engorroso.
-Vamos a salirnos ya.-
-Muy bien- Acepta Helmut, que es un compañero de vuelo ideal por su aguante espartano y su conformidad con todas mis decisiones.
Voy sacando el viraje hasta centrar el bastón en rumbo 180 grados. Volando por derecho al variómetro continúa al tope de ascendencia. Saco los aerofrenos. Rebasamos los 5.000 metros. A pesar de los aerofrenos, subimos a 5 m/s. 5.100 metros. Las agujas del altímetro se mueven muy deprisa. La nube y la ascendencia parece que nunca van a acabar. 5.200 metros.
Por fin, a 5.350 metros de altura, nos da el sol. No es que lo veamos, puesto que con la considerable costra de hielo que cubre la cúpula, es imposible, pero por la claridad repentina, es seguro que detrás del hielo está el sol dando directamente al avión. Hemos salido de la nube por su extremo sur.
Desde que saqué los frenos y empecé a volar recto para salirnos, hemos subido casi 500 metros. Estamos a una altura de 6.100 metros sobre el nivel del mar. Hemos hecho una ganancia de altura de 5.200 metros, desde 140 hasta 5.350 sobre el suelo.Siempre en la misma térmica y, asombrosamente, sin perder la posición de vuelo una sola vez.
Está claro que se ha terminado la ascendencia. El variómetro va volviendo hacia zonas más normales. Empezamos a bajar a 3 m/s. Guardo los aerofrenos y el descenso queda reducido a 1 m/s. Considerando el hielo que llevamos encima, creí que bajaríamos más.
Tengo que seguir manteniendo la velocidad de oído porque nada puede verse fuera. Continúo unos segundos en rumbo sur y luego hago un amplio viraje a la izquierda para no alejarnos demasiado de la nube que, supongo, seguiría en el mismo sitio que estaba cuando entramos en ella, puesto que no había viento. A los cinco minutos de virar, recibiendo el calor del sol, empieza a desaparecer, muy lentamente, el hielo de las ventanillas traseras laterales que llevo a ambos lados de mi cabeza; primero la izquierda. Puedo ver un trozo muy pequeño de suelo, pero lo suficiente para reconocerlo. Estamos sobre la cabecera de la pista 05, es decir, exactamente donde deberíamos de estar.
El hielo se va deshaciendo de detrás hacia adelante, tanto en la cabina como en los planos. Siempre muy despacio. Mi anemómetro sigue inmóvil a 200 Kmts./h. Por la opacidad de la cúpula se ve claramente que en el morro es donde más hielo hay.
Pasan otros largos seis u ocho minutos y ya puedo ver el horizonte por mi derecha e izquierda, aunque no por delante, todavía. Calculo que debemos haber estado volando dentro del cúmulo unos 15 minutos, aunque subjetivamente me ha parecido más de una hora. Esos 15 minutos, mas otros tantos que deben haber pasado hasta que he podido utilizar el horizonte como referencia, hacen media hora de vuelo sin visibilidad. No está mal para un indicador de virajes y dos oídos. Aunque sería injusto no reconocer la estabilidad en viraje del Blanik y la relativamente tranquila constitución del aire ascendente que nos ha tocado.
La parte superior de la cúpula también va despejándose. Puedo ver perfectamente el cúmulo del que hemos salido. Estamos junto a él y tiene un aspecto impresionante. Debe llegar, por lo menos, a 9.000 metros sobre el suelo. Nosotros todavía estamos unos 1.500 metros mas altos que su base. Es un torreón majestuoso que ha tenido un desarrollo bárbaro en poco tiempo. Cuando entramos en él daba la sensación de ser un cúmulo congestus medio; ahora es un castelatus grandioso. Parece que sigue creciendo. Es un incordio que nos haya cogido sin prevenir. Debíamos haber salido cada uno en un monoplaza, con barógrafo, horizonte artificial, oxígeno, radio, ropas de abrigo…
Estoy seguro de que en este cúmulo se habría podido batir el Record Nacional de Altura. Claro que cuando uno sale preparado, nunca puede cogerse una ascendencia así ¡Es la vida!.
Desde 4.000 metros de altura, el suelo se ve desacostumbradamente lejos para mi. Toledo, Aranjuez, Ocaña; todo parece a tiro de piedra.
Sigo estando helado y el anemómetro sin moverse. Tenemos mucho hielo en el morro, tarda en desaparecer.
Pongo rumbo al sol para coger todo el calor posible. Es muy agradable sentir, en la cabeza y las manos, su tibieza, aunque moleste un poco a los ojos.
Seguimos bajando a bastante velocidad. Ya no tengo interés en mantenerme arriba. Cuanto antes lleguemos a la pista, antes tendremos el calor que aquí nos falta. A 2.500 metros ya no se ve hielo. A pesar de ello, el pitot debe tener todavía un buen taco, porque siguen parados los anemómetros.
A 1.000 metros iniciamos el Viento en Cola, con mucha velocidad. Ya estoy deseando llegar al suelo y sentir el calor contra el que tanto maldecía antes.
Enfilo la pista desde muy lejos y muy alto. Resbalo con los aerofrenos abiertos. Cuando estamos llegando a Corta Final, mi anemómetro empieza a moverse, dando marcha atrás. Por fin se está derritiendo el hielo del pitot, cuando solo estamos a 200 metros de altura sobre el suelo.
Al aterrizar el sol todavía no se ha puesto en el horizonte, por fortuna. La temperatura en la pista es de 36 grados; ahora me parece agradabilísima, como de primavera andaluza.
La Cartilla de Vuelo, en el futuro, dirá que hemos volado 2h 38′. Solo dirá eso ¿Queréis mejor prueba de que la magia del vuelo nunca podría expresarse en cifras?
Pajariperro